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caja con cosas dentro

Saturno devorado

Página 149 del libro de memorias escrito por el mexicano Sergio Pitol y titulado El mago de Viena:
“La selva transforma y enloquece a quienes la mancillan, aunque sea con su presencia. La literatura hispanoamericana ha producido un clásico a este respecto: La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, donde se narra la lucha desigual entre el hombre y la naturaleza avasalladora. Todo es enorme y majestuoso, las plantas y los animales, menos el hombre, que va disminuyéndose con su contacto, hasta acabar siendo devorado por la jungla”.
Me pregunto sobre la posibilidad de una selva polaca. Una selva de nieve.

El círculo de agua

He vuelto a pensar estos días en la selva y en el viaje que hice una vez a los límites de su territorio. En aquella ocasión nadé en una piscina circular que había en el hotel en el que me hospedaba. Se me ocurre pensar ahora que el gesto casi absurdo de nadar siguiendo la forma de la pileta tuvo algo de ritual que hoy por fin he logrado comprender. Aquel movimiento infinito sirvió para que en este instante pueda escribir en este cuaderno de notas que un personaje que aún no tiene nombre espera en la habitación de un hotel de la frontera brasileña mientras observa desde la ventana de su habitación el chapoteo circular de un nadador.

Niebla

Nire zerebroan hazten ditun Canadako basoak
Baina hi heu basorik arbatsuena.

Escribo sobre los árboles de Canadá. Mientras escucho la canción número nueve, escribo unas notas sobre la inmensidad de esos bosques e imagino todos sus caminos, todas sus sombras, las infinitas fronteras sin brújula de sus bifurcaciones y las voces que llegan con la noche. Paseo ahora hacia lo alto de un río, escucho una vez más la canción número nueve y una niebla espesa cae rápidamente sobre este cuaderno.

Los bosques de Canadá crecen en mi cerebro
Pero tú eres el bosque más frondoso.

Mikel Laboa y Bernardo Atxaga en la canción número nueve del disco Xoriek.

O el recuerdo de la infancia

Leo a Perec. Leo a Perec estos días y recuerdo como si hubieran sucedido hace muchos años todas las palabras e historias que quedaron sin terminar en el anterior cuaderno: la última carta del tío Jules, el relato de Kumiko sobre las montañas de Uruguay, el viaje en tren a una ciudad nevada del sur de Alemania, el museo de los dinosaurios y la comparación que uno de los personajes iba a hacer entre los puentes de Lisboa y el sueño de las bestias, el doctor Lobo viajando en coche hacia el Sur, Ada haciendo una llamada telefónica nocturna para decir que estaba embarazada, Sayako decidiendo caminar sobre la nieve hasta desfallecer, un relato feliz en la isla de Giglio, el viaje a Nueva York y la última palabra con la que iba a terminar ese cuaderno que una noche decidí titular Ya no estamos aquí: desconocida.
Desconocida. Leo a Perec, confundo sus recuerdos con los que yo nunca tuve y copio en mi cuaderno una frase de la página 59 que algún día enviaré por carta a una dirección de una ciudad del norte:
“... no escribo para decir que no diré nada, no escribo para decir que no tengo nada que decir. Escribo: escribo porque hemos vivido juntos, porque he sido uno entre ellos, sombra entre sus sombras, cuerpo junto a sus cuerpos; escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura: su recuerdo ha muerto en la escritura; la escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida”.
Georges Perec, W o el recuerdo de la infancia.